Rey liliputiense
A la hora en que la vela estaba casi consumida, me hallaba zurciendo mis medias, preparándome para dormir. Por el rabillo del ojo, vi pasar una figura fugaz por el costado de la cama, que se perdió en la negrura de la cocina. ¿Otra vez tendría ratones? Le resté importancia, dejé los útiles de costura en el bolsillo del saco, humedecí los dedos con la lengua, apagué el pabilo y me dormí. Cuando el gallo ensoberbecido por la ausencia de la comadreja se puso a cantar, me levanté y fui hasta la cocina a preparar mi té. ¡Caos! El mantel era un ovillo, las sillas estaban dadas vueltas, las ollas habían rodado junto a los cubiertos esparcidos por el suelo… Y todo estaba minado de pequeños excrementos con forma de caracol. Los ratones no causan tanto desorden, y no hacen caracoles. A la noche siguiente, aplacé ciertos quehaceres y me mantuve alerta. No tuve que esperar demasiado para percibir la agitación proveniente de la cocina. Me calcé las pantuflas, alcé la palmatoria y volé hasta allí. ¡Un grupo de enanos! Sonrosados, brillosos carrillos, lampiños, barrigones, pies enormes, completamente desnudos, se atragantaban con las sobras de mi cena los unos, desvalijaban mi alacena los otros. No alcancé el matamoscas, cuando todos ya habían huido despavoridos, colándose por un boquete en la pared. Cauteloso, con el matamoscas alzado, examiné el agujero. La pared estaba húmeda, el revoque se caía a pedazos, los ladrillos habrían salido con facilidad. Me agaché, coloqué la palmatoria de modo que la luz se proyectara hacia el otro lado, y miré por allí… ¡Una patada de elfo en el ojo! Tuve una visión borrosa, adornada con puntos y rayas de colores… ¡Pero lo vi! Un gordo rollizo, grasiento, pálido, peludo, ojeroso, despeinado, pechos del tamaño de los de una madre, extremidades cortas como las de un sapo, calzaba zapatos puntiagudos, un calzoncillo con lunares estampados junto a la panza gigante cubrían sus partes íntimas, una capa apolillada le guardaba la espalda, algo parecido a un sombrero de hojalata lo coronaba, se repantigaba en una silla de madera y paja que crujía de dolor al sostener a Su Vergüenza. El séquito de liliputienses le echaba al coleto lo que antes me había robado. El rey, al ver que yo le veía, lanzó un espumarajo exclamando: “Ya no sirve. ¡Mátenlo!”. Los gnomos recogieron los utensilios que me habían desaparecido, y así, unos quedaron armados por tenedores y cucharas, otros por tazas y espumaderas; el más aguerrido sostenía mi cuchillo favorito con ambas manitos, el que le secundaba, portaba el palote de amasar. La consigna había sido pronunciada en tono fuerte y claro: ¡se abalanzaron sobre mí! Arrastré la mesa estorbado por el desorden e interpuse la parte superior a guisa de tapia. No fue suficiente la rapidez de mi acto, pues algunos malditos ya se habían colado. Un experto lanzador de tazas me dio de lleno en la cabeza; el espadachín del tenedor me pinchó el tobillo; como si de un mazazo se tratara, recibí el palote de amasar en el dedo gordo del pie. Furioso, en un extremo en el que ni yo me reconocería, levanté la palmeta cual si fuera un montante y, frenético, descargué mandobles a diestra y siniestra, tumbando la media docena de intrusos dispuestos a cumplir la orden. No tuve piedad… Los pisoteé hasta convertirlos en charcos verdes, apenas reconocibles por sus rostros élficos, caretas de un burdo teatro ambulante. Jadeando, decidí correr la mesa para repetir la operación que me dejó un ojo morado, aunque esta vez, con la mayor cautela, provisto de un largo trinchante. Mis precauciones fueron innecesarias. No fui agredido, más que por la iracunda mirada de algún enano. Los que quedaron encerrados, seguramente recibieron otra orden… El rey, reconocía la pérdida de la batalla. Por mientras, no necesitaba soldados… ¡Necesitaba parteros! En cuclillas sobre el asiento, el soberano era asistido por sus secuaces… ¡que lo auxiliaban en la expulsión de más enanos! Espantado, volví a empujar la mesa y le adosé sillas y cualquier objeto pesado que resistiera la embestida de los indeseables. Traté de sosegarme, me metí en la cama con miles de pensamientos a los cuales trataba de dar forma, ordenándolos y enfocándolos para obtener un solo resultado para cuando despertara: la solución final. Así como la lechuza permanece inmutable, descansando, pero siempre alerta ante el posible paso furtivo de un ratón, así pasé la noche por si alguien me visitaba. En un momento escuché golpes sordos en la mesa, en otro, arañazos, y en otro, confiando plenamente en mi defensa, me dormí. ¡Desperté atado por los enanos! Habían ideado la forma de sortear mi muralla, me tenían envuelto e inmovilizado con un cordel y, uno de ellos, parado sobre mi pecho, empuñando un cuchillo largo y filoso cuyos destellos sobrenaturales serían la envidia de cualquier carnicero, se aprestaba a cumplir con el designio del rey… ¡Pero desperté nuevamente! Esta vez, por suerte, desperté de la pesadilla, con mi cuerpo liberado, con un plan listo para ser ejecutado. “Ya está”, dije, y me puse manos a la obra. Llené con flit el depósito de la máquina pulverizadora, le puse una gota de aceite para que el émbolo se deslizara con suavidad. Desarmé la improvisada estructura que había mantenido a los energúmenos en su lugar y, sin darles tiempo a nada, metí la punta de la pulverizadora en el agujero, y me puse a “flitear”. A medida que la nube tóxica crecía del otro lado, también aumentaba el griterío y las guturales e inconexas órdenes del rey. En mi tarea fumigadora, debí parecerme a un acalorado infeliz que trata, inflador de mano mediante, inflar la rueda pinchada de su destartalada bicicleta. Cuando el depósito quedó vacío, volví a poner la mesa a modo de tapia y preparé té con canela. Bebí tranquilamente la infusión, con la seguridad y magnánima suficiencia con que los generales de antaño celebraban la victoria de sus lides. Lo que había sido una bulla de zoológico provocada por un hostigador de leones, pasó a ser el quejido cavernoso de un hospital de tuberculosos, para convertirse en el estertor de un puñado de ancianas recordando mejores días en el instante de un fallecer colectivo y, por último, el escupitajo que lanza el sereno de un cementerio al marcharse a casa olvidando sus obligaciones. Murieron. Pero aún debía constatarlo… Me até un pañuelo a guisa de barbijo, quité la mesa llevándola a su sitio original, regresé palmatoria en mano y me asomé por el boquete… Los gnomos estaban patas arriba como si fueran cucarachas, en cambio, el rey, aún jadeaba asido a su trono. Tenía que rematar mi plan. No me costó demasiado tiempo ni esfuerzo quitar unos cuantos ladrillos con el fin de agrandar el agujero, y así poder pasar por él, arrastrándome. De inmediato, pisoteé cada uno de los duendes sin importarme si era necesario. El monarca, paulatinamente iba recobrando sus fuerzas y, a juzgar por el brillo maléfico de sus ojos enrojecidos, también su conciencia… Me esperaba un trabajo mucho más duro, harto desagradable. ¡Menuda sorpresa! Después de haberle partido el cráneo con su propio trono, tuve la precaución de revisar minuciosamente el cuerpo grasiento, fofo, bañado en una especie de moco más que de sudor pegajoso. Al llegar al bochornoso sitio donde se hallaba el aparato que había dado nacimiento a aquellos horribles enanos, ¡el último pugnaba por nacer! O quizás no fuera el último… Del bolsillo de mi saco extraje la cajita donde guardaba los útiles de costura, enhebré mi aguja más grande y, con el cadáver en mi falda, me dispuse a obstruir el canal de salida, no sin antes empujar hacia las profundidades a quien caprichosamente batallaba por nacer. También le cosí la boca por si acaso. Rasgué la capa en tiras y, sirviéndome de ellas, até al soberano en su descuajeringado trono. Salí, coloqué los ladrillos que había sacado, y más tarde sellé definitivamente el boquete con cemento. |
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